Agustí Villaronga
La primera vez que lo vi, era un efebo exquisito envuelto con una sensibilidad a flor de piel que perturbaba. Fue en el rodaje de un corto sobre el andrógino de Leonardo, realizado antes de 1980. El director más enigmático del nuevo cine español tiene tal talento visual y las imágenes que ofrece son tan sin concesiones que sumergen en un delirio que muchos espectadores no resisten. Así es el arte, nada que ver con las convenciones. Su genialidad es estricta y es un hombre que difícilmente transige. Se considera exigente consigo mismo, con la gente que trata y con los asuntos que considera importantes. En un cajón de su casa, guarda el guión de una película en el que empleó dos años de su vida y que tras mucho trajinar no consiguió que nadie le produjera. Es la adaptación cinematográfica de la novela de Mercè Rodoreda, La mort de primavera. Esta decepción, cuando ya había presentado su sorprendente opera prima Tras el cristal (1986) y su segunda película, El niño de la Luna (1989), con la que fue nominado a los premios Goya como mejor director y ganó el de mejor guión original, le empujó a abandonar el mundo del cine y convertirse en pastelero hasta 1995. La sensibilidad herida de un creador obliga, a veces, a cambiar de ambiente durante una buena temporada.
Agustí es un hombre tímido y delicado al que le gusta mucho reservar un espacio personal para sí mismo, que a veces comparte con algunos amigos entre ocurrencias cargadas de humor. Le fascina conversar con jóvenes que viven en los márgenes, donde todavía se cuece el underground, hasta el alba. Detesta que la autenticidad escape por las rendijas del oportunismo o de la hipocresía. Y le van los viajes que contienen aventuras reales. A veces viaja solo a lugares que cuesta encontrar en los mapas, otras en compañía de buenos amigos como por ejemplo cuando pasó dos meses en territorio Pasthun, Pakistán, con el hijo de la última reina de Beluchistán. “Nací en Palma, mis abuelos eran titiriteros e iban de feria en feria hasta que mi abuela murió tuberculosa en 1929 en un hospital de Terrassa, cuando mi padre era un crío. Poco después, le tocó ser un niño de la guerra, esos que arrastraban al frente con quince años, y acabó haciendo de cartero en Palma. Le apasionaba el cine. Cuando yo era pequeño, jugábamos a hacer proyecciones con dibujos, cajas de cerillas y linternas. También me motivó a coleccionar cromos de actores. Cuando cumplí catorce años, decidí ser director y él no me puso pegas. Siempre que podía me escapaba del colegio y me iba a un cine de arte y ensayo que estaba cerca. Flipaba con el nuevo cine brasileño y con el del húngaro Miklós Jancsó. Aquel cine tan extraño me educó visualmente. Cuando acabé el colegio, escribí a Rossellini, que tenía una escuela de cinematografía en Roma. Pretendía estudiar allí, pero me respondieron que debía pasar primero por una universidad”. Algo decepcionado, Agustí Villaronga se traslada a Barcelona y se matricula en Geografía e Historia para estudiar arte.
Conocer a Víctor García al poco de iniciar la carrera le supuso ser actor en la compañía de Nuria Espert y le permitió recorrer Europa y América representando un papel en Yerma y otras obras durante tres años. “Al volver y proseguir mis estudios, actué como actor en varias películas. Traté con Pepón Corominas, un productor que apostaba por cosas nuevas sin miedo. Pese a mi poca experiencia, me propuso llevar la dirección artística de La plaça del diamant. Sólo me ocupé del vestuario, pero a partir de entonces me fui metiendo en los rodajes, conocí a técnicos y aprendí el oficio”. Pepón murió joven y, por desgracia, su labor no creó escuela. Con treinta años, produjo la primera película de Almodóvar y arropó el lanzamiento de Bigas Luna.
Isona Passola, una productora de cine independiente catalán que gestiona un montón de ilusiones, contacta con un Villaronga que necesita volver a mover cámara para no perder oficio en 1995. Juntos emprenden la realización de un encargo para el canal europeo Arte: Passatger Clandestí. Así comienza la segunda parte de una carrera fascinante que le lleva a rodar El Mar (1999), una de las películas más estremecedoras del nuevo cine catalán. “El guión arrancó de la novela de Blai Bonet y lo construí junto a los mallorquines Biel Mesquida y Toni Aloy. Por las mañanas, ordenaba en soledad el material que habíamos elaborado por las tardes. En mi caso, nacen antes las imágenes que las palabras, y necesito recorrer los ambientes en los que rodaré las escenas tal cual he imaginado. Me costó encontrar a los actores, que debían hablar mallorquín y hurgar en sentimientos y sensaciones que, por edad y vivencias, aún no les habían aflorado. Los niños de la película habían presenciado fusilamientos durante la guerra civil y cuando con menos de veinte años se reencuentran en el sanatorio de tuberculosos viven situaciones límite”. El rodaje duró ocho semanas y no fue fácil. Roger Casamajor, uno de los actores, que empezaba entonces, a veces no resistía representar lo que le exigía el guión. Pero con tesón, paciencia, mal y buen humor, El Mar llegó a buen puerto y se estrenó en el Festival de Berlín ante dos mil personas. Una parte de público se puso a pitar ante la naturalidad con que el director había rodado una de las últimas escenas, una escena en la que dos adolescentes hacen el amor y en la que hay sangre y muerte, mientras la mayoría del público aplaudía sin poder contener la emoción. La polémica nunca abandona a este director. Jamás deja indiferente.
Los proyectos difíciles seducen a Agustí, quien en ocasiones rueda cortos que obtienen muchos premios internacionales con jóvenes que aman el cine de autor. Así es como hace dos años, contactó con dos nuevos directores, Lydia Zimmerman e Isaac Racines, con quienes inició la película que acaban de montar: Aro Tolbukin, que va a tener muy buena distribución, algo que pocas veces ocurre con este tipo de cine. “Es la historia o leyenda de un Húngaro, marino mercante, que acabó en una misión de Guatemala durante la guerra que asoló al país en los setenta. Este hombre roció con gasolina una enfermería y mató a diecisiete mujeres embarazadas. Ha sido difícil rodar a tres bandas esta película que mezcla documental y ficción y cuya autoría está diluida como en el caso de los Coen y los Taviani. En alguna fase del rodaje, que siempre es la etapa más tensa, llegué a declarar que sería mi última realización. Ahora que ya la hemos concluido, me siento bien y con ganas de seguir”.
El nuevo cine catalán apuesta por la radicalidad. ¡Qué ventura! Jordá y Guerín están en onda, muchos jóvenes empujan, y a Villaronga hay que producirle La mort de primavera cuanto antes. Se lo tiene más que merecido.
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En un estudio sobre su filmografía realizado en la Universidad de Valencia, lo definen como siniestro. Un adjetivo que se suma al que ha recogido durante años: «bicho raro», «marginal», «radical», «sadomasoquista». En el 2002 realizó Aro Tolbukhin y en el 2006 la teleserie Después de la lluvia.