Under, Contracultura y otros guisos
¿Qué significa el underground de Barcelona?, se pregunta Julià Guillamon en una columna reciente. En la que entre otras cosas sostenía que cuando necesitabas estudiar la época, tenía que buscarte la vida porque no había colecciones de nada en ningún sitio.
En 1997, catalogué en mi biblioteca más de cien mil originales de Ajoblanco, sesenta mil cartas, quince mil fotografías, folletos, revistas, fanzines, y restos dispersos… Sé que los pequeños detalles son aquello que permite desentrañar la complejidad de la historia y que para eso hemos de mantener los archivos en condiciones adecuadas. Pretendía que esos viejos papeles sirvieran algún día como testimonio de esa época compleja y jubilosa… Solo lo han venido a estudiar Valentín Roma, cuando hizo la expo de Madrid, German Labrador desde Princeton, y dos estudiantes catalanes que no pudieron hacer el doctorado por falta de apoyo académico. Ninguno de los otros que han escrito sobre aquellos días ha pasado por el archivo. Curioso.
Y ahora si estos archivos emigran como tantos otros, probablemente sea porque no han encontrado aquí coleccionistas ni instituciones interesados en su valor documental. El desprecio de la cultura del archivo y del microrrelato es muy propio de aquellos que intentan homogeneizar la memoria al hilo de un relato definido y unidireccional. Cuando se intenta reducir la diversidad en función de un objetivo concreto se suele dar paso a exposiciones sectarias o dogmáticas que solo interesan a los afines.
No sé si la década de los setenta fue el último momento barcelonés antes de que todo se torciera. Sí fue el momento más libre y creativo que hemos vivido muchos de los nacidos hasta mediados de los años cincuenta. La desobediencia se instaló en el mundo obrero, en el mundo académico, en la creatividad de músicos, escritores, artistas y poetas, y en la escena teatral. Una energía eléctrica empujó a los más jóvenes a quebrar toda disciplina autoritaria, incluida la leninista, para triturar los cánones y aventurarse, desclasados, en la contracultura, o en el underground, o en el pop, o en el situacionismo, o en el conceptualismo del Instituto Alemán o en los modos de la escuela Eina o en el Institut del Teatre. Y muerto ya el Caudillo, en lo libertario a destajo.
Esos y otros mundos se mezclaron sin importar idiomas ni acentos ni procedencias ni jerarquías. El respeto a la diversidad y la sed de descubrimientos fueron la ideología en esa era de la fraternidad del “nosotros”, tan distinta del individualismo identitario que se impondría después. Las revistas y las páginas de contactos eran nuestras, sin publicidad, sin subvención, sin institución y burlando la censura con una imaginación desbordante y cachonda. Después la diversidad dio paso a la diferencia y empezó el desastre.
En los setenta todo estaba permitido, y todos estábamos dispuestos a escuchar al otro sin prejuicios ni competitividades. Así inventamos una época libre tras décadas y siglos de conservadurismo nacional católico catalán o castellano. El trueque, los pisos compartidos, las comunas, el apoyo mutuo, el naturismo, el arte y la vida, las Ramblas, los cómics, Joglars, Comediants, Claca, la Fura. También el Saló Diana, la Sala Villarroel, Casa Nostra, Épsilon, Magic, Zeleste, Rock cómic, Star, y Ajoblanco aportaron lo mejor del mundo en el que hoy vivimos.
Y claro que hay herencia, Guillamón. El feminismo, la ecología, la insumisión, la antipsiquiatría, la trasformación del hábitat carcelario, el multiculturalismo, la libertad sexual, la liberación homosexual… surgen de aquellos años.
La verdadera libertad es promiscua en su desarrollo y plural en sus consecuencias.