UN VIEJO CHUPA UN LIMÓN SECO
Los pasos del fantasma por la casa abandonada
el grito del búho en el límite del poema
que un hombre habitara, y donde ya no hay nadie
sino el cuervo posado sobre el busto de Palas
diciendo que todo poema significa nunca
Lo conocí casualmente en una plaza del barrio Latino. Por aquel entonces yo era un inexperto libertario, horrorizado ante la injusta ejecución de Puig Antich. Asqueado por la tensa espera de unos permisos que no llegaban para poder editar Ajoblanco en los kioscos, viaje a Paris en busca de libros. Paseaba con Los pasos perdidosde André Breton entre los dedos, cuando alcancé el bulevar Saint Germain en busca de una librería. Un hombre con una gabardina gris me tiró del brazo y me pidió cinco francos. Entre balbuceos sentenció que él tenía telepatía y que yo no era un camarero. Sentí atracción y miedo, lo invité a una copa en la barra del Drugstore de Saint Germain, me contó algo de Lovercraft, y me predijo que nunca acabaría de despojarme de la máscara.
Era Leopoldo Panero –le quito María, pues ya no hay temor de que alguien pueda confundirle con su padre-. Aún no se había rodado El desencanto. El gurú del ácido lisérgico y también poeta Damià Escude, de Girona, hablaba de él con frecuencia, pero yo aún no había leído Así se fundó CarnabyStreet.Su risa parecía provenir de otro mundo, como si fuese un presentimiento de verdad. Se esforzaba para que sus palabras fueran poesía hablada y citaba a Bataille, Lacan, Proust. En una de estas me dijo: «La carroña de Franco está en todas partes». Y me paso una idea que nunca he olvidado: «Todo asesino tiene un móvil humano: el dinero, los celos, la envidia, pero la pena de muerte es el único asesinato que se comete a sangre fría. También he visto como se asesina en nombre de Dios». Aquella noche acabamos en La Boule d’Or y me presentó a Agustín García Calvo.
Leí su obra y me pareció el novísimo maldito que jamás se iba a rendir. «Yo no soy ni seré una pieza de nada ni de nadie; no me van los engranajes; y claro que me marginan: veo la luz de lapislázuli». En la habitación de casa de su madre no solo tenía estantes llenos de libros, guardaba un microscopio y muchos cristales. El poeta se estropeó los ojos mirado los secretos del paraíso.
El encuentro más vivo con Leopoldo Panero fue una mañana de 1976 en la librería Epsilon, también estaban José María Nunes y Yago Pericot… desconocíamos que el poeta había dormido en el desván de la librería o en el sótano. En esas surgió, crujiendo entre montañas de libros, en calzoncillos y, como si nada, nos pusimos a hablar de Paul Celan en cuclillas durante más de dos horas. Iba i venía de París en autoestop. Amaba Las Ramblas y el Chino. Bebía sin control y por placer. Probó la heroína y jamás dejó de escribir y traducir.
En el 77, los Guerrilleros de Cristo Rey, disfrazados de camareros, intentaron matarlo en Palma de Mallorca y durante muchos años estuvo internado en el Psiquiátrico de Mondragón. Claudio Rizzo fue el poeta que consiguió rescatarlo con la ayuda de un abogado, un guardaespaldas y un libro de poemas, tras desempolvar el expediente judicial. Y se lo llevó a Las Palmas. Poco después, lo entrevistamos y le dijo a Gorka Duo: «Como un viejo chupando un limón seco, así es el acto poético. El caballo con su espada divide la vida en dos: a un lado el placer sin nada; al otro, la vida que como una mujer vencida, despide mal olor».
Leopoldo amaba la filosofía aunque sostenía que hasta la fecha sólo había sabido interpretar. Panero soñaba con una acción ética arrolladora que acabara con la sociedad paranoica capitalista, basada en el aislamiento y en el policía que todos llevamos dentro.