Josep María Flotats
Flotats es el actor catalán por excelencia. Hoy no tiene función y le apetece darse un capricho. En un periquete decide escaparse con unos amigos hasta el Motel Ampurdà de Figueres para saborear su plato favorito, la liebre royal.
Han pasado algunos años desde aquel amanecer barcelonés de 1997 en que Flotats, que nunca padeció insomnio, tuvo que telefonear a un psiquiatra para pedirle que lo recibiera urgentemente. “Necesito ayuda -le dijo-, no estoy bien, me siento perseguido”.
“¿Tú, paranoico? ¡No hombre!, yo también leo La Vanguardia!”, le respondió el doctor entre risas.
Si las envidias barcelonesas le robaron un teatro nacional que él había inventado con mucha tenacidad y algo de egolatría, Madrid fue la ciudad en la que consiguió desplegar su creatividad con nuevas alas sin la ayuda de las instituciones. Pocos recuerdan en la capital un fenómeno como Arte, que arrasó durante dos temporadas, que consiguió los parabienes del público, los premios de la crítica, los elogios de la profesión y el cartelito de “no hay entradas” todos los días, como ocurre ahora en el Tívoli de Barcelona. “En mi ciudad tuve problemas con la prensa, con los políticos y con la gente de teatro, jamás con el público que siempre llenó mis espectáculos”.
Josep Maria solo tuvo una hermana y sus padres lo llevaron al Liceo Francés. Fue un niño distraído que creció obediente y siguió en Babia hasta que los profes del cole lo llevaron al Ciclo de Teatro Latino que inventó Xavier Regàs. La compañía Le Grenier de Toulouse representaba una obra de Labiche en el Romea, y al adolescente le gustó el hechizo. Al año siguiente, Ingrid Bergman interpretó a Juana de Arco dirigida por Roberto Rosselini en el Liceo. La obra necesitaba figurantes y los encargados los buscaron en algunas escuelas. Josep Maria fue seleccionado, dijo tres frases y sentenció su vida.
Han pasado más de cuarenta años. En el silencio del camerino del Tívoli, Flotats reconoce que no sabe lo que es la vida privada y que, desde entonces, su vida es el teatro. “Mis carencias las resuelvo en escena, hago catarsis con los personajes. Cuando tengo dos días de descanso subo al avión y me voy a ver teatro Londres o a Nueva York”.
A mitad de la década de los cincuenta, Carles Riba y Ferran Soldevila fundaron un grupo amateur y privado, la Agrupació Dramàtica, dirigida por Pau Garsaball. Flotats se apuntó de inmediato y no tardó en descubrir en un tablón publicitario los Rencontres Internationales de Jeunes d´Avignon. Flotats, que aún no había cumplido los dieciocho años, trabajó esporádicamente en el consulado francés para pagarse su primer viaje al extranjero. “En la cour d’honneur du vieux Palais de Papes de Avignon me sucedió algo muy fuerte al contemplar Lorenzaccio interpretado por el genial Gèrard Philipe y dirigido por Jean Vilar. Al final del espectáculo, silencio interminable. Cuando un minuto después la gente se puso en pie y aplaudió a mansalva, yo, ¡qué emoción!, me quedé temblando y llorando en el asiento. Por vez primera había tocado la belleza”. En aquel festival de Avignon de 1958, Flotats descubrió el Teatro Nacional francés. “Al volver me fui a ver al director del Instituto Francés. Le dije que el teatro que se hacía en Francia sí era un oficio serio y que quería una beca para ir a estudiar a Estrasburgo. No existe tal beca, me dijeron. Yo insistí un día tras otro durante un año entero. Finalmente la crearon para mí. Estuve tres años”.
Flotats es tímido y le gusta seducir. En el amor me lo imagino como una gran mariposa de vivos colores. Mientras habla, esconde la mano derecha en la manga y con la izquierda estira el tejido y lo retuerce como si fuera chicle. “El actor es un ser chiflado que en ocasiones se convierte en un sacerdote laico que transmite eléctricamente el verbo del poeta al corazón de quienes lo escuchan. En Avignon, en 1967, interpretando a Iago de Otello junto a María Casares tuve esta sensación. Es como un grado de humedad, calor, luz, resonancia, respiración y silencio. En Barcelona, en el Cyrano, también sentí ese vértigo. A mis actores siempre les digo que hay que medir el espacio y ocuparlo mediante la voz y el gesto con humildad y con grandeza”.
¿Sigues viendo a Lluis Llach?, le preguntó. Durante quince años fueron íntimos amigos. Se conocieron a mitad de los setenta, cuando Flotats estaba consagrado como rey de la escena parisina y Llach cantaba cada año en el Olimpia. A mitad de la década, el cantante de Verges, harto de las prohibiciones franquistas que le impedían cantar en público, se exilió en París una buena temporada e intimó con el actor. “En los últimos diez años apenas lo he visto. Los avatares y el azar unas veces te juntan, otras te separan”.
Hablamos sobre el affaire del Nacional de Catalunya. “Todo aquello está superado. Madrid me ha descubierto la posibilidad de decidir solo, de ser productor, director y actor independiente y de no tener que dar interminables cursillos a políticos y burócratas para explicarles lo que es el teatro, por qué es necesario un gran teatro nacional que posibilite grandes montajes, así como la importancia de crear una compañía estable que haga alternancia y repertorio en un local que permita varias obras a la vez”.
Se ha dicho que Flotats dejó la Comédie Française porque el conseller de cultura Max Canher le propuso un contrato millonario en Cataluña. Lo cierto es que desde que Flotats pisó por vez primera la escena parisina nunca le faltaron contratos y alcanzó la cima. “La Comédie es una institución fundada por los actores de Molière. Lleva más de trescientos años funcionando. Al principio me firmaron un contrato por dos años y adopté la nacionalidad francesa. Mi primer papel fue el Don Juan de Molière. Más, no existe. Es un lujo trabajar allí porque te dirigen los mejores directores del mundo. Una noche representas Hamlet, al día siguiente El enfermo imaginario”.
Transcurridos los dos años, le propusieron ser socio-propietario, pero tenía que firmar por diez. A Flotats, que siempre ha necesitado sentirse libre, tal posibilidad le produjo escalofríos y declinó. Si vino a Cataluña es porque sintió la necesidad de crear algo nuevo y dirigir. Se lamenta de no haber sido más diplomático y de no contestar las barbaridades que publicó la prensa local. Que si le estaban construyendo un templo faraónico, que si el teatro catalán se moría de hambre mientras Flotats se estaba forrando y ocupaba espacios en los que la canço y la danza no podían actuar… La verdad es que con Angels en Amèrica y La gavina de Chejov, los espectadores experimentaron la catarsis. Además, Flotats, desde El despertar de la primavera, ha creado escuela y varios de sus jóvenes actores triunfan en el cine, el teatro y la televisión.
Durante nuestra conversación me dijo: “Quiero montar otra vez La Gaviota con Ariadna Gil y Nuria Espert en Madrid y Moscú. Aunque, estos proyectos, con veinte actores y varios decorados no son fáciles para un productor independiente. También me apetece hacer algo en París”.
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En el 2007 cumplió 50 años sobre el escenario interpretando y dirigiendo su versión en catalán de Stalin. La puesta en escena en el Teatro Tívoli representó su segundo regreso a Barcelona, después de 10 años de autoexilio madrileño, donde creó su propia productora de espectáculos, Yasmina Producción (en homenaje a su amiga Yasmina Reza), hoy conocida como Taller 75. A pesar del entusiasmo y la respuesta del público, la crítica lo recibió más o menos como siempre: más o menos mal.