Los Cinco Nabuccos en BOCACCIO
Con Alfredo Astor insistimos en montar en el aula magna de la facultad una obra de teatro dadaísta, que mezclara nuestros textos con extractos de obras de Burroughs y citas entresacadas de La filosofía perennede Aldous Huxley y la Antología del humor negrode André Breton. En los postres, el jaleo y las bromas se transformaron en un juego de disparates que desenmascaraba nuestra realidad más inmediata sin tocar la parte sexual, que en el mundo universitario seguía siendo tabú. La verdad es que los Nabucosnos creíamos más libres de lo que en realidad éramos. Cuando decidimos cambiar de lugar, optamos por Bocaccio. En la puerta, tropezamos con el director de cine Pere Portabella, que vivía al lado. José Soléle comentó que en Derecho se respiraba un elemento lúdico que no existía en otras facultades y que el PSUC iba a perder el control de la situación si sus estrategias no tenían en cuenta el cambio de mentalidad que se estaba produciendo entre los más jóvenes. Portabella nos coló en el local. Fue una suerte porque no teníamos la pasta para la entrada.
En la mesa que daba a la puerta, junto a la escalera que bajaba al sótano y frente al guardarropía, sentada en el sofá como gran diosa de La Mancha, estaba Sarita Montiel sola, distraída, como si estuviera esperando a alguien. Excitado por el alboroto de la cena, me senté junto a ella en plan provocador y puse en marcha una actuación que Alfredo calificó más tarde como una acción dadá y Tomás Nartcomo una cursilada. «¿Qué tal se encuentra hoy Madame Tussaud?», improvisé sin venir a cuento. «Estupendamente, chavalín», me respondió tan fresca. Al instante comprendí que ella no sabía quién era la inventora de los museos de cera y que le iba la carne trémula más que el chocolate.
Ante el asombro de mis colegas, Sarita fabricó chistes que yo repetía riéndome. Los intelectuales de la gauche divineiban llegando a su local. Ella, sin levantarse del sillón, me cogía con los brazos y pegaba su barriga a mi espalda, como si mi cuerpo fuera un escudo, mientras les saludaba con una satisfacción picarona. Y yo, a quien quiera que fuera, le espetaba un aforismo o un mote. Oriol Bohigas: cabezota cursimala. Romy: Orcelote potentote…
Según me contó, Sarita guardaba cierta aversión a los cineastas progres catalanes y su grupo de acólitos por lo que había ocurrido durante la primera parte del rodaje de Tuset Street, «algo horrible» que no contó. Cuando las canciones rápidas dieron paso a las lentas y sonó Me and Mrs Jonesde Billy Paul, bajamos a la pista a bailar la canción como si estuviéramos perdidos en un motel de la ruta 66, la carretera norteamericana inmortalizada por los poetas beats.
Para José Solé y Antonio Otero, Bocaccio era la barra de arriba, donde bebían los resabiados, las modelos, los arquitectos, los editores progres, los escritores y demás miembros de la gauche divineentre sonrisas y animadas discusiones que no siempre acababan bien. Aquel mar de murmullos me parecía de celofán. Como si toda aquella gente se hubiera enrocado para parir obras puramente estéticas, en sus respectivos campos profesionales, después de vivir una serie de desengaños políticos.
Alfredo, Tomás Narty yosolíamos sentarnos en la escalera que conducía al subterráneo. Tomássiempre paseaba su Johnny Walker. Si conseguíamos invitación, Alfredose tomaba un whisky y yo un San Francisco en la barra de abajo, donde ligaba la plebe. Por muy hijos de burgueses que fuéramos, nuestro presupuesto era más que escaso y uno se las tenía que ingeniar para poder ir a aquellos lugares mundanos. Por suerte, desde que nos coló Portabella, los porteros nos dejaban entrar y los camareros tampoco te obligaban a consumir. Sólo estaban pendientes de encenderte el cigarrillo.
Otra noche, Alfredoy yo merodeábamos entre la multitud que se agolpaba junto a la barra del sótano cuando Salvador Clotas nos abordó con coquetería. El crítico estaba muy parlanchín. Entre risas, Alfredo, que iba sereno de copas, le pidió que le invitara a una. Salvador le pasó un whisky y a continuación empezó a comentar ciertas escenas de la película La grand bouffe. Alfredo, propenso a arrebatos, pasó del estado beatífico a contraer el rostro y murmurar majaderías. El bullicio y los empujones arrastraban las palabras hacia otra parte y no supe qué ocurría. Me aparté un poco y di con una mujer que susurró exabruptos en francés dirigidos a un tercero. A continuación, la chica señaló al desconocido con desprecio. Aquella chica debía de tener poco más de treinta años, era morena y se destacaba por la elegancia de sus ademanes. «Un pesado quiere ligar conmigo y no estoy por la labor», comentó con marcado acento parisino. No sé qué más dijo acerca del tipo, un periodista que pretendía promocionarla como modelo desde sus columnas en Tele-Exprés. Ella insistió en que para nada le interesaba la moda y que el único que inventaba buenas camisas era Toni Miró, el propietario de Groc —la tienda más «in» del momento—. Toni, por lo visto, la había plantado aquella noche. «Seguro que Toni se ha enrollado a tocar la guitarra en no sé dónde.» La mujer me dio un par de besos. «¿Tú eres el hermano pequeño de Rosa Ribas?», me preguntó en algún momento de la conversación. Luego me dijo que estaba harta de un local con gente sin nada bueno que contar.
En plena batalla dialéctica con el crítico por sentirse acosado, Alfredoemitía una vibración despectiva y violenta. Me acerqué a él y le debí susurrar algo sobre la francesa. Alfredose volvió y por la expresión comprendí que había picado el anzuelo. Dejó a Salvador en la estacada y me dijo que los ojos de mi nueva amiga le chiflaban. «¿Son verdes o grises?» La luz rojiza del local impedía cualquier certeza. Si eran grises me pagaba él la copa y si eran verdes se la pagaba yo a él.
Ann Galtier era de París y estaba atrapada en el ambiente bohemio de Cadaqués. «¿Por qué no nos lo montamos en otro lugar?», sugirió ella. «¿Un tugurio de Ramblas, por ejemplo?» Alfredoasintió y propuso el Villa Rosa. «¡Oh sí!, uno de ésos», recuerdo que dijo la francesa mientras se arreglaba la melena morena. «Estoy harta de los Tarantos, el flamenco de allí ya no es bueno.»
Grupitos de jóvenes desaliñados fumaban porros en la pequeña plaza del Copacabana, la del Arco del Teatro, en la parte más baja de las Ramblas. Pasaron unos guardias urbanos y observamos discretos desplazamientos en todas direcciones. Ann, Alfredo y yo, por si acaso, nos refugiamos en un callejón cubierto. «¿Grifa o chocolate?», nos ofreció un gitano. Ann compró una chinita de hachís. Fue entonces cuando propuso el Jazz Colón.
El Jazz Colón era un local de las Ramblas muy oscuro y bastante amplio, junto al frontón de pelota vasca del mismo nombre, en el que ponían rock duro y psicodélico. Músicas que tenían poco que ver con el soulde terciopelo y las canciones del Top of the popsde la BBC que copaban las discotecas de la parte alta de la ciudad. El tipo de la puerta tenía una alargada cicatriz en forma de media luna que le arrancaba en el mentón, le atravesaba el pómulo y moría en la sien. A mí no me quería dejar entrar. Ann le halagó con estrategias parisinas hasta que nos deslizamos por el acceso.
El antro estaba lleno de macarras, estudiantes de Gambia y Senegal, jóvenes chorizos del Barrio Chino, desengañados del mundo estudiantil, homosexuales liberados y gitanos del barrio del Somorrostro que disfrutaban de los beneficios de la venta de chocolate. Aquel tumulto disfrutaba contorsionándose y ligando con descaro al ritmo de Satanic de los Rolling. Me dejé llevar por aquella música y bailé como un poseso bajo los efectos de los golpes de luz y junto a los movimientos de un negro larguirucho que improvisaba un ritual.
Aunque la mejor época del Jazz Colón había pasado —el nuevo zoco era Les Enfants Terribles— el local me tentó por la libertad que se respiraba. Con Ann coincidimos en que el fracaso de la revolución hippy en muchos lugares conducía a un gran número de inconformistas a reivindicar el hedonismo. «¿Qué te parecen los cómics de Robert Crumb?», me preguntó Ann cuando caí derrengado en el asiento de un pequeño palco que daba a la pista. Como no le respondí, me dijo que me conseguiría algún libro.
Un gitanillo ágil que brincaba como un saltamontes se fijó en mí. Estaba en el palco vecino al nuestro con un grupo de jóvenes extranjeros. Los gitanos habían sido los primeros en conectar, desde mediados de los sesenta, con los hippies que merodeaban por la Plaza Real y dormían en pensiones de la calle Escudillers mientras esperaban coger el barco hacia Ibiza. El Jazz Colón fue el lugar de encuentro y fiesta de todos ellos. También el de ex presos comunes de la cárcel Modelo. La sensibilidad de los gitanos para con las músicas más modernas que llegaban de Inglaterra y Estados Unidos creó una cantera de pinchadiscos autóctona, en tugurios diseminados por aquel barrio, que educó musicalmente a los chavales nacidos en la Barcelona más allá de la Gran Vía. La policía tardó un tiempo en comprender la magnitud del tráfico de chocolate en manos de gitanos y legionarios. De pronto, el gitano se encaprichó con mis pantalones de ante, los acarició y me dijo que le molaban cantidad. Luego me propuso cambiármelos allí mismo por sus tejanos americanos y que pasáramos la noche en una pensión de las Ramblas.
El tipo no salía del Somorrostro, era de Morón y había huido de Sevilla tras una redada en la que muchos de sus colegas acabaron entre rejas. Le invité a una copa y me explicó cosas de Sevilla y parte de la leyenda del grupo de rock Smash. Así me enteré de que las emisoras de radio de las bases norteamericanas de Andalucía occidental eran la hostia en cuanto a música se refiere. «¡En el sur estamos de fiesta desde hace años, tío!» Luego me señaló a una chiquita delgada con unos ojos que brillaban como el azabache y me preguntó si quería conocer a una parienta. Acabamos la noche fumando porros cerca del mar con una mezcla de gente imposible a ritmo de guitarras flamencas y cante jondo. Y sí, en algún momento intercambiamos nuestros pantalones. Fueron mis primeros Levi’s auténticos con botones en vez de cremallera.
Al llegar a casa intenté sintonizar Radio Luxembourg, pero era tarde. Con tanto lío en la universidad había olvidado durante meses la emisora que en plena adolescencia me transportó de la canción francesa al rock anglosajón.
Radio Luxembourg W1fue la emisora británica que transformó los gustos juveniles barceloneses y el envoltorio de la cursilería yeyé: agitación juvenil, festivales de conjuntos, melenas sin piojos, pantalones acampanados, minifaldas de colores, canciones de Karina, de France Gall, de Los Bravos, de Los Brincos. En Barcelona, por alguna excéntrica reverberación magnética, sintonizábamos Radio Luxembourg desde mediados de los años sesenta, en un extremo del dial de onda media, desde las siete o las ocho de la tarde hasta la madrugada. Entre las últimas novedades musicales, la voz envolvente de esta emisora pirata recitaba las producciones del Londres de Marianne Faithfull y Yoko Ono en arte, performances,happenings, películas underground, clubs y atuendos, sin censura ni excesivos cortes publicitarios. Aquella apuesta radiofónica había propiciado un programa local que se emitía entonces y tentaba las mismas fórmulas. José María Pallardó había sido su inventor y el programa se llamaba El clan de la una.