Jordi Colomer
Su exposición de esculturas y vídeos en Carlos Taché no sólo cierra la temporada de una galería con prestigio, también abre para el artista una nueva época. “Sueño con crear dibujos animados desde siempre y preparo una instalación con cuatro películas de este tipo. Me apetece recuperar la intimidad del dibujo pero con los cambios de perspectiva que permite trabajar con el tiempo. Los personajes hablarán o soñarán a través de mis imágenes y objetos”.
Jordi Colomer, que siente gran admiración por el artista Mike Kelley, expuso por vez primera en Espai 10 de la Fundación Miró en 1986. Tenía veinticuatro años. Sus esculturas, las arquitecturas y dibujos sobre grandes pizarras se llamaban Prototips ideals. Los galeristas Juana de Aizpuru, de Madrid, y Carles Taché, de Barcelona, contactaron con el joven artista que en poco tiempo se convirtió en nueva referencia dentro de nuestro panorama artístico. “El arte es uno de los pocos reductos, minoritario, donde se discute y manifiesta con intensidad y sensibilidad la nube de malestar que nos envuelve. No nos gusta cómo vivimos. La tontería generalizada domina el imaginario. El cine, la televisión y las formas de expresión masiva son cada día más estúpidos. Como reacción, desde mis inicios, he tratado de ir más allá del minimalismo y del arte conceptual, las corrientes dominantes que mostraban filosofía u objetos sin relación con la realidad. Me interesó la nueva escultura inglesa porque incorporó el humor y la narratividad en sus obras. Quiero que mi arte me ayude a comprender cuanto nos ocurre. Me interesa romper las fronteras de lo que es representación y agarrar un fragmento de realidad”.
Aún revolotean en esta cabeza que siempre ha creado por necesidad, los ecos de ciertas conversaciones que brotaban en el comedor de su casa, cuando su padre y hermanos mayores -él es el benjamín y se lleva ocho años con la hermana que le sigue- discutían de política en los últimos años del franquismo y primeros de la democracia. “Mis hermanos eran de Bandera Roja y del PSUC. He visto a la generación que está en el poder desde pequeño, y no compartía ni sus músicas ni sus iconos, como el póster de Mao que colgaba de la pared de la habitación de mi hermano. A los 15 años, asistí a las Jornadas Libertarias del parque Güell. Por los megáfonos sonaba con insistencia Tras Europe Express de Kraftwerk mientras paseaba entre los puestos donde se vendían libros y panfletos. Cuando acababa de comprar El extravío de la razón de Fourier, unos tipos me dijeron que lo había robado. Se formó un corro y me fascinó la discusión que se produjo. ¿Es el robo un acto revolucionario? Y al llegar a casa mi hermano Josep María me dijo: qué haces leyendo esto”.
En la vivienda donde nació vagaba el fantasma de un héroe: el hermano de su abuelo, el pintor Alfred Figueras. Un artista noucentista que admiraba a Matisse, que vivió en la Argelia francesa durante muchos años y que fue amigo de Le Corbusier. “Mi tío intercambió cuadros por planos de una casa que el reconocido arquitecto construyó en Sant Fruitós de Bages y que fue mítica para mí. Este tío decidió no pintar hasta que Franco muriera. Se pasó veinte años deprimido. Sin duda, ésta fue la referencia que a mí me gustaba de la familia”. Jordi creció jugando a montar exposiciones arqueológicas en su habitación con objetos que recogía en la calle y construyendo ciudades que dejaba permanentemente instaladas y que iban creciendo. Lo primero que pintó en unos papeles fueron ciudades que colocaba sobre las paredes y que siguen presentes en su obra.
Jordi estudió en los Escolapios de Caspe y más tarde en el CIC, “un colegio catalanista, progre y católico. Allí tuve de profesor de historia a Ferran Mascarell que te dejaba hacer. Me pasé el curso elaborando un trabajo sobre el futurismo italiano. Ferran era el íntimo de mi hermano Leandro, mi mejor amigo, con quien fundó la revista de historia L´Avenc”.
Cuando le llega el momento de entrar en la universidad, Jordi escogió Historia del Arte. Como la gente no se lo tomaba en serio, se apuntó en arquitectura. “Yo ya no viví la época punk. Lo importante era el rollo siniestro de los Sisters of Mercy, The Cure y el ambiente del club 666 de Poble Nou. Un multiespacio de tres plantas en el que las mesas eran ataúdes, se pasaban vídeos y la luz era muy tenebrosa. También iba al Zigzag, el local más new wave de la ciudad. Fue entonces cuando busqué un estudio y empecé en serio con mis esculturas y dibujos”. En aquellas épocas de aprendizaje y experimentación, este hombre tierno y tenaz se lió con una actriz excelente, diez años mayor, que le permitió vivir el teatro por dentro. “Ver cien veces la misma obra como Happy days de Beckett, o ver cómo una persona se aprende un texto, ensaya y se trasforma en otro ser es fascinante, aunque me pareció un mundo excesivo. ¡El límite entre lo personal y el trabajo es tan frágil! Fui de voyeur”. Aquella experiencia, años más tarde, cosechó la incorporación de actores en sus audiovisuales. “Un día, en Valencia, descubrí a la actriz Pilar Rebollar. Esta mujer que mide un metro y hacía de Menina en La marquesa de Rosalinda fue con quien realicé mi primer vídeo, Simo (1997). Me interesa mucho la relación del cuerpo humano con los objetos. Pilar jugaba con mis esculturas, hacía y deshacía formas. Desde entonces, me estimula trabajar con actores. ¡Qué subida de adrenalina! También agota.
Años antes, en 1991, tras el boom de los ochenta, Jordi rompe con todo, hace las maletas y se va solo a París. “Viví allí cuatro años. Pasear por la calles, mirar y reflexionar sin encontrar a ningún conocido, conmovió mi interior. Allí pude pararme y me di cuenta de lo mucho que me había afectado el suicidio de mi hermano Leandro. Me volví mucho más reflexivo y me hice muchas preguntas acerca del malestar que nos carcome, también intenté dar forma a ese malestar en mis creaciones. Más tarde viví en Rotterdam.
Esta tarde de intimidades, nos hemos sentado en mi mesa de trabajo frente a frente durante horas. “El franquismo ha dejado un poso de aculturación que impide un debate serio sobre el arte, y en nuestra ciudad faltan críticos que sepan situarlo”. Hoy Jordi Colomer regresa de Niza, la ciudad de Matisse. Villa Arson, un centro único en Europa, le ha posibilitado realizar una audiovisual que promete. Y fue allí, durante la cumbre de jefes de Estado de la UE, donde contacto con Attak y profundizó con las nuevas generaciones.
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Como Pasolini, viajó a Yemen donde filmó Arabian Stars, una mezcla de documental, ficción e instalación que él define como situacción. En el 2005 expuso esta obra en el Reina Sofía, en Francia y en Estados Unidos. Hoy es reconocido como uno de los videoartistas más reconocidos de España y con mayor proyección internacional.