Luis Krauel
Atravieso un bosque quemado y llego a un pajar moderno convertido en casa entre el Alt y el Baix Empordà. Empieza el crepúsculo y un perro negro me ladra. Luis está sentado en el porche con esas imponentes barbas crecidas en medida condigna a sus convicciones. Me ofrece té verde, me siento en una silla de mimbre y nos quedamos mudos, sin tiempo, ante un campo que se derrama hasta unas colinas de cuento y que desprende un fuerte ardor a purines .
¿Cuál ha sido el caso que más satisfacción te ha dado?, le pregunto. “Un asunto duro. Tuve que defender a dos chicos de aquí, de L’Empordà, acusados de volar la cabeza a un tío mediante una escopeta. Eran de extracción muy humilde, y fue un caso sonado. Les pedían un montón de años por asesinato con premeditación. Tuve que demostrar que fue un accidente, que no tenían ninguna intención de matar. Tras cuatro días de alcohol y drogas, los muchachos entraron a robar en un chalet cercano a Girona. Se apoderaron de unas armas, recortaron los cañones y se las fueron a enseñar a un colega que pretendían que les ayudara a cometer un atraco. Le mostraron una que se disparó. Y el cadáver fue a parar a un patio de luces de un bar de la costa. Una tercera persona había cargado el arma sin que los muchachos lo supieran. Tuve que buscar las pruebas. Al final, les cayó una pena de dos años por imprudencia con resultado de muerte. Estoy convencido de que aquello fue así.”
También yo estudié derecho y, durante mis primeros años de carrera, quise ser penalista. Me comenta los diferentes códigos de conducta que conviven en nuestra sociedad. “Me impresionó el caso de una venganza entre pandillas rivales. El miembro de una, se presentó en casa de otro que era chivato haciéndose pasar por policía. Le llevaron a un bosque donde ya tenían preparado el hoyo, le dispararon en la cabeza y lo enterraron. En el juicio, el autor declaró: ‘Estaba sentenciado por chivato. Yo le ejecuté’. Evidente, le cayeron un montón de años.” Hablamos durante un buen rato sobre el código de conducta que vive entre los gitanos, que cumplen tan a rajatabla como los delincuentes el suyo, la deuda de sangre, por ejemplo, que tan poco tiene que ver con lo que establece la ley.
Luis Krauel antes de cambiar de profesión y de lugar de residencia, participó en la defensa de tres casos sonados de los años setenta. La caída del etarra Wilson, en 1974, El caso Joglars por La Torna y el de la bomba de la Scala que sentenció a la CNT, el sindicato anarcosindicalista, en 1978.
Ha oscurecido. Su mujer, Carmina, con la que tuvo dos hijos que hoy ya viven independientes, nos ofrece más té mientras prepara la cena. Un gatito de dos meses se sube a mi silla y rasca el tejido de mi pantalón. La luna llena de setiembre aparece entre los árboles y nos transporta a una ciudad báltica que fue sueca y ahora es alemana. “Mi abuelo nació en Rostock, se casó con una inglesa y se fue a vivir a Málaga. Era burgomaestre y, como los Osborne o los Terry, se fue al sur a hacer vino. Tuvo diez hijos y ahora mis primos son franceses, norteamericanos, catalanes… Mi padre se quedó en Barcelona y se casó con la hija de un indiano de Sitges, que tenía una fábrica de curtidos y militó en el catalanismo de los años treinta. La mezcla de culturas es algo que he vivido con naturalidad desde mi infancia”.
Luis es el tercero de siete hermanos, su padre fue franquista y en su familia se respiraba un ambiente austero y conservador. Estudió en los Jesuitas de Sarrià hasta los once años; a mitad de curso, su padre lo trasladó al Técnico Eulalia, un colegio más abierto, mixto y catalanista, lleno de excelentes profesores. Cuando pasaban los inspectores, las niñas se tenían que esconder en el torrente de Sarrià porque estaba prohibido juntar sexos en las clases.
“Vivíamos en una casa grande con jardín, y los hijos varones disfrutamos de un cierto descontrol dentro de aquel ambiente conservador. Mi madre enfermó de parálisis cuando yo tenía once años y se convirtió en el centro de la casa. Fui el rebelde de la familia y un estudiante pésimo. Sólo me gustaba el dibujo. El primer dinero que me gané fue haciendo láminas a quienes no sabían dibujar. ¡Por cierto, a los catorce años me conocía el Barrio Chino de pe a pa!”.
Este hombre, que estudió Derecho para defender a quienes luchaban por las libertades en el tardo franquismo tras ser un botarate, acaba de tomar una decisión que durante años le ha perseguido. Dejar la ciudad para dedicarse de lleno a la pintura. “Mi profesión me ha ido desilusionando y mi trabajo ya no tiene interés. No creo en la justicia porque es pura ideología, ni en las instituciones, creo en las personas. Empecé ejerciendo con Luis Salvadores, un histórico del PSUC que se había exilado en México. Volvió ya mayor y, desde 1971, defendimos con mi compañero José Poch, que ha muerto, a obreros y estudiantes ante problemas de orden público hasta 1978. También hice laboral pero cuando la patronal y los sindicatos legalizados pactaron todos los convenios lo dejé. En los años duros, montamos despachos en barriadas obreras y Leopoldo Espuny y Enrique Leyra que eran comunistas se asociaron con nosotros. Cuando legalizaron el PC, el despacho pasó a depender de CCOO. Poch y yo nos fuimos al despacho de Mateo Seguí para hacer Penal. También asesoramos a CNT en su momento de auge. Nosotros no estábamos por la lucha armada, pero defendimos a gentes del FRAP, PCML, PCI… Y me cayó el caso Scala. La CNT estaba llena de infiltrados de la Brigada Político-Social. No tengo claro que aquella acción estuviera calculada por ellos. Lo que sí sé es que los chavales que lanzaron los cócteles molotov ignoraban que el local podía arder. En el juicio se probó que la Scala no tenía las medidas de seguridad en regla. También pienso que aquél incendio le fue de miedo a Martín Villa. La CNT no había firmado los pactos de la Moncloa y tras este suceso, la pujanza del sindicato anarquista se fue a hacer puñetas”.
Mientras la luna tiñe de verde los confines del Ampurdà, compartimos la sensación de que el cambio que esperábamos no se ha cumplido, y respecto a libertades, la etapa socialista o pepera nos parece más opresiva que la de Suárez.
El arte povera, las pinturas tribales o muy instintivas le emocionan más que las excesivamente elaboradas. “Desde hace unos años me dedico con más seriedad y he expuesto en diferentes galerías. Me gustan mucho las pinturas que se hacen en la cara los indígenas de Papua Nueva Guinea y las pinturas de las cuevas de Altamira”.
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Este ex abogado se inspira en el silencio del Empordà para crear sus cuadros, o de la experiencia de caminar cientos de kilómetros, como cuando recorrió en solitario el camino de Santiago o la ruta de la Plata que atraviesa Extremadura. Ha consolidado su nueva carrera con varias exposiciones y proyecta en Dubai.