Roger Bernat
Me explica que la cultura catalana es una cultura que sólo dialoga con ella misma y que por tanto está en decadencia. También me habla de una compañía italiana de teatro que le resulta fascinante por tratar los mitos clásicos con perspectiva del siglo XXI. Un tiempo sin utopías ni guías de ningún tipo que produce dolor a cualquiera que lea el periódico. “Vi una Orestiada de la Societá Raffaello Sanzio, donde el rey era un chico con síndrome de down. Jugaba con la corona mientras balbuceaba o escupía. Una bonita metáfora. En Julio César, de Shakespeare, él es un tipo con una traqueotomía. En el agujero de la garganta le metían una cámara que reproduce en una pantalla el vaivén de sus cuerdas vocales cuando recita el famoso monólogo”.
Roger es un chico inteligente que hace teatro en equipo y que fundó junto a otros colegas la Companyia General Elèctrica. Tiene treinta y pocos años, es rubio y lleva gafas. Los cuentos de Chejov le hicieron llorar cuando los descubrió y aún le sorprende la lucidez de los análisis que de nuestra sociedad contemporánea, la sociedad del espectáculo, hicieron los Situacionistas franceses en los años cincuenta.
“Existe una nueva generación creando cosas que no está abanderada por una sola persona ni por un grupo de estrellas. Cuando vas a un concierto ya no ves a Mick Jagger liderando una banda, sino a alguien casi anónimo que está pinchando discos con un jersey de cuello alto que le tapa hasta la nariz y que nunca se plantea si es artista. La cultura se ha democratizado gracias a la tecnología. En mi generación no necesitamos iconos”.
Curioso. Los gestores que deciden los contenidos culturales sufragados por las instituciones y los críticos que crean el canon teatral han encumbrado a Roger Bernat, un niño malo que hace teatro por casualidad, desde que estrenó 10.000 Kg. en la temporada del Grec 97. “Estudiaba arquitectura y me cansé. Una antigua novia me veía deprimido y me apuntó en el Institut del Teatre. Estudié cuatro años y al quinto estrené Una historia de amor. Fue un desastre. Luego monté la compañía, algo así como un equipo de gente que trabaja unida manteniendo una actitud común respecto a la creación en disciplinas varias. Postura que nos ha permitido mantenernos cinco años con autonomía. Cuando no hemos tenido dinero hemos hecho espectáculos en casas de amigos. Está obstinación nos ha ayudado a madurar. En esta ciudad, al gestor cultural no le interesa la independencia de los creadores. Ellos pretenden que en tres meses construyas un lenguaje teatral que tenga éxito. Estos son los tiempos del mercado, para nada los de la creación. Quien se somete a está política no madura. La cultura aupada por las instituciones debería corregir la arbitrariedad del mercado”.
Roger es medio belga y estudió en una escuela francesa porque sus padres no querían que tuviera una educación que siguiera los planes franquistas. En la actualidad mantiene un espíritu crítico bien amueblado que alimenta mediante el cine underground europeo y la danza contemporánea. “El teatro que me interesa bebe de la danza por su descubrimiento del intérprete como ser humano, tal cual es, sin personaje. Hay que abandonar el peso del arte para insertarse en la vida cotidiana. Los intérpretes tienen que valorar su propia vida como elemento para la ficción. Desgraciadamente cuesta comprenderlo. Todavía vivimos bajo el peso de la estilización y del teatro del siglo XIX que creó modelos, personajes y ficciones completamente estructuradas que el intérprete reencarna. Más que catarsis buscó reflejar lo que hay y remover conciencias”.
La música de sus palabras me conecta con los ecos de los creadores que en una u otra época contribuyeron a la renovación del canon artístico. “Tenía dudas acerca de mi profesión porque me veía como un saqueador de las arcas públicas. La paradoja es que es más fácil encontrar subvención para un espectáculo de quince millones de pesetas que para uno de dos. Los gestores culturales quieren estrellas convencionales y cuando no las encuentran las crean artificialmente. El gestor público, desgraciadamente, lo que busca es tranquilizar conciencias, cuando lo ético es que el dinero público apueste por favorecer una vida mejor. El teatro sirve cuando dinamita nuestro pensamiento y nos pone en guardia antes un mundo que hiere nuestra sensibilidad y nos conduce a un callejón sin salida”.
Que algú em tapi la boca es su último espectáculo de la trilogía. Lo estrenó el uno de marzo de 2001 en el Teatre Nacional de Catalunya y emocionó a la gente joven. “Es un espectáculo radical que trata sobre el mundo de la drogas de forma muy sensual. Como el discurso sobre su legalización es tan obvio, decidí meter al público en la sensación de conciencia alterada. Es el espectáculo menos verbal de mi trilogía”.
A Roger le interesan los años 70 porque fueron años en los que se cultivaron perspectivas utópicas y el personal creía que podía cambiar el mundo. La lucha armada, la revolución sexual y las drogas eran componentes para construir un mundo mejor. “Nuestros profesores reniegan de aquella época y te cuentan lo que ocurrió de forma sesgada. Hoy ya nadie pretende cambiar el mundo. Nuestra sociedad inventó cinismo y consumo, que combinados son un cóctel perfecto para pòsponer lo urgente”.
El primer espectáculo de la trilogía, Joventut Europea (Grec 99) trata sobre lo banal en la que se ha convertido la lucha armada. “En Madrid nos presentaron como un grupo de descerebrados catalanes que se dedicaban a explicar cómo se fabrica una bomba en el momento en que ETA rompió la tregua que pactó con el PP, cuando lo que queríamos mostrar es que está actividad se ha convertido en un gesto inconformista pero sin carga ideológica”.
Flors, el segundo, partía de la revolución sexual de los setenta que debía liberarnos. “Había un coito sobre el escenario ejecutado por una profesional de cine porno que cobraba. Era un espectáculo frío y desgarrado, caricatura de las orgías de los años setenta. Mi generación vive el sexo como una obligación y hay mucha gente que va a las discotecas a bailar pero que ya no busca el intercambio de temperaturas”.
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A finales de 2001 tuvo que cerrar el Centre de Creació per el Teatre i la Dansa y la General Elèctrica. En el Grec 2008 estrenó Rimuski, junto a Ignasi Duarte, con quien colabora últimamente. Rimuski ya se vio en Viena interpretada por cinco taxistas africanos. Su obra anterior, ya en solitario, la estrenó en el ciclo Radicals Lliure: Domini públic, donde la mayor parte de la acción recaía en el público. Éstos, armados de auriculares y paseando por la Plaza Margarita Xirgu, seguían directrices y acababan transformados en personajes de videojuegos.