Terenci Moix
Esta noche ceno con Terenci en el restaurante que está en los bajos del edificio del Eixample del que apenas sale. Antes de traspasar el umbral, contemplo desde la calle la luz que sale de las ventanas de un hogar que su duende ha convertido en un cuarto de juguetes único. Dos plantas que albergan el cine de los sábados, la mayor colección de películas, carteles de cine y fotos de estrellas que conozco, varios ordenadores y un sinfín de objetos del antiguo Egipto. Terenci ya no vive en Barcelona, tampoco en la Alejandría de los tiempos pretéritos. Terenci vive en internet, conectado con quienes aman las mismas cosas que él, intercambiando información, chismes y participando en subastas con la energía del capricho juvenil. Sigo absorto en las ventanas y me abraza una cierta melancolía.
Empecé la serie Niños Malos hace más de un año con Flotats y la acabo con un amigo a quien llegué a partir de la atracción por un libro que me marcó. Leí El día que murió Marylin en el verano de 1970. Tenía dieciocho años. Tres años después, decidí dar por concluida mi adolescencia y escapé, como el personaje del cuento, a París, donde decidí cortar con una clase social y un futuro profesional seguro para inventarme una vida junto a quienes sueñan un mundo mejor. Treinta años más tarde, recuerdo lo que me dijo hace doce y que entonces aún no acepté: “En el mundo que nos rodea, cada vez más absurdo, más masificado y que cabalga hacia la vulgaridad total y absoluta, lo único que queda es lo que te das a ti mismo”.
El restaurante está vacío. Me siento frente al pálido reflejo de los espejos y espero. Un camarero brasileño que podría ser pupilo de Terenci me sirve una copa de agua de vichy. En una de las burbujas se me aparece Cleopatra o Nuria Espert de faraona; me recreo con la fascinación de este artificio donde el mito sublima cualquier fracaso. “En muchos de mis libros hay un resentimiento esencial, que es un resentimiento contra el tiempo como agente destructor”, me dijo en una ocasión entre un salpicón de anécdotas impúdicas acerca de Bette Davis, Sara Montiel, Sal Minneo y James Dean. Terenci, a quien adoro porque es pagano, generoso y uno de esos escritores campechanos que casi siempre dice lo que piensa, sigue siendo un niño malcriado que pide la luna y cuando la tiene ya no la quiere porque desea otra cosa. Esta insatisfacción permanente ha modulado unas creaciones que han divertido, apasionado y agitado a varias generaciones de españoles. ¿Frívolo? Es un currante nato.
Terenci entra en el restaurante con el móvil en la oreja. Comenta con un íntimo, Pepitu Benet i Jornet, varias anécdotas acerca de Operación Triunfo que va a dar más y más duros a sus amigos de La Trinca. “La que no está alcoholizada, sobrevive con un montón de pastillas. La verdad, la gente de mi generación me aburre. Ahora soy adicto a las subastas de internet, a las bombonas de oxígeno, al ventolín y a la cortisona. Y sigo con el tabaco porque me gusta”. Terenci, que sólo sale de casa para ir de gira promocional, acaba de llegar de la más dura. Ha paseado por los aeropuertos en silla de ruedas en compañía de la mujer de su vida, que no es Maria del Mar Bonet sino Inés González, a quien conoció hace quince años en TVE y de la que no se ha separado desde entonces. A ella le ha dedicado El arpista ciego, su último libro. “Este libro me ha constado mucho más que ningún otro. Y me he permitido todo tipo de juegos y disparates porque ya no siento respeto por las novelas ni por los rigores literarios, para esto ya está Javier Marías. En estos tiempos de realidad virtual la permisividad es absoluta”.
Fuma y bebe entre toses y jadeos, el sexo ya no le va, “me produce ahogo”, tampoco le apetece rememorar su pubertad, esa época en la que aún se llamaba Ramón, “y en la que no tenía nada mejor que hacer que ir al cine o enamorarme de los chicos de editorial Mateu, donde rotulaba, sin podérselo decir y sufrir por ello como un gilipollas”. Fue entonces cuando para acabar con los complejos se esforzó como un poseso y se puso a estudiar cinco idiomas y a leerlo todo para alcanzar la cultura del poeta Jaime Gil de Biedma, aunque sin las hipocresías burguesas que castran tantos libros. “Trabajé para ser alguien, codearme con los magnates, viajar bien y comprarme lo que me diera la real gana”.
La cigüeña depositó a este gran zalamero en una granja de la calle Ponent atiborrada de pasteles y chocolatinas. Su barrio, el que describe en El peso de la paja, estuvo poblado por profesionales del sexo, coristas del Paralelo, artesanos, grifotas, legionarios, marines y malditos antes de que el alcalde Joan Clos lo transformara en mina del rey Salomón para especuladores. “Además, había muchos cines”. Entre lo uno y lo otro, la imaginación de Ramón se disparó de por vida. Desde entonces, “yo he hecho cosas antes que otros. Cuando yo hice mi libro sobre cómics, por ejemplo, que fue una bomba, era antes que cualquier otro”.
Con veinte años, se metió a vivir a un apartamento con dos locas australianas. Fue un corral de desmadres en pleno franquismo. “¿Te imaginas que mi hermana Ana María hubiese sido celosa?”, me suelta entre sorbo de Martini y bocado de carpaccio. Y yo le espeto: ¿Y si tu amiguísimo Pere Gimferrer en vez de adorar tus excentricidades y cultivarlas en un territorio inconfesable te hubiera apuñalado? Risas. Me habla de Luis Racionero, de sus mujeres malignas y de la Carmeta, a quien los dos seguimos adorando. “Ella, en los setenta, nos metió a Wagner hasta en la sopa. A Luis le aprecio de veras, me ha recomendado lecturas extraordinarias que me han sido muy útiles para mis libros”. Durante los años 76, 77 y 78, el trayecto se repitió hasta la eternidad. Su casa de Ventalló: introspección. Ampurias: ruinas y puesta de sol. Cena en el Mesón del conde con pirados de lo más plural, y discusión política o estética. “Sabes, me ha llamado el actor Enric Majo para que me convierta al monoteísmo católico”. Buen epílogo, pienso yo, para la que fue primera separación homosexual mediática de este país.
Terenci me habla de sus estancias en París y Londres a principios de los setenta cuando descubrió la movida de Mary Quant y me cuenta cómo conoció a Terence Stamp entre brumas de porros en un castillo orgiástico junto al Támesis poco antes de que Ramón se convirtiera en Terenci. También de sus charlas con Salvador Espriu y Maria Aurelia Campany, de sus primeros libros en catalán, de su etapa triunfal en Roma en 1970. “Mi amistad con Elsa Morante y Pasolini son irrepetibles”. Y de pronto me dice: “Me falta oxígeno, subo a casa”. Pocos días después murió ante la consternación de todo el país. Creo que esta fue su última entrevista.