Mi buen amigo: Luis Racionero
Acaba de partir un amigo, un maestro, un sabio, un colega. Recuerdo aquel primer día de 1974, en su despacho de urbanismo. Yo llevaba un número cero de la revista Ajoblanco en la mano. Él apareció vestido con una americana de terciopelo azul con estrellitas doradas. Desprendía un halo de revolución cultural californiana. Observó la revista y sin perdida de tiempo me habló de los valores de la solidaridad frente a los de la competencia, de la espiritualidad frente al materialismo dialéctico masivo que transforma la vida en datos económicos y estadísticas. Defendía la ecología y la cultura social de foro como proyecto básico para el futuro de la humanidad. Y guardaba gran fidelidad por la civilización del Mediterráneo que había hecho florecer la sabiduría en las polis griegas.
Había leído su primer libro, editado por su buen amigo Salvador Paniker, Ensayos del Apocalipsis.Mas calmado y sin ningún atisbo de soberbia, me contó que había estudiado Ingeniero Industrial y Económicas en Barcelona. Y Urbanismo en Berkeley de la mano de Cristopher Alexander. En San Francisco había conocido a Alan Waths, quien le había introducido en la cultura del ácido y en la sabiduría del hinduismo y del budismo. En un atardecer en Sausalito, Allen Ginsberg le había impregnado de la filosofía hippie, del viaje sin rumbo ni fecha de retorno y de la poesía beat. Me narró socarrón sus tardes de tertulia en la librería City Lights de Lawrence Ferlinghetti y de su entrañable amistad con el hispanista exiliado José Fernández Montesinos, al que siempre le estaría en deuda porque le había pasado las claves de la escritura.
El olfato me había dado la pista para encontrar al primer intelectual español que hablaba del buen vivir del hedonista, del vive como piensas del anarquista y de mantener la curiosidad ilimitada de Leonardo y de Pico della Mirandola frente a la especialización del que acepta la jerarquía de los políticos. Luis Racionero ahondaba siempre en el Humanismo.
Días después, acudí a su paisaje, Sant Marti d’Empuries, donde tenía alquilada una casita. Paseando por primera vez por las ruinas griegas y romanas me dijo durante una puesta de sol: “La libertad consiste en la capacidad de escoger, pero para escoger hay que tener alternativa”. A lo que yo le repuse: “Pues la creamos ya colectivamente en la revista Ajoblanco”. Años después me confesó: “Había vuelto de California y me sentía como un zombi, aislado. De pronto me encontré con una gente muy joven con la que tenía amistad y feeling. Me cayó como una bomba y me tiré a la piscina”.
Una de sus cualidades fue cultivar con elegancia el arte de la conversación culta y refinada. En algunas ocasiones la disputa acababa en bronca, gritaba, daba un portazo histérico y desaparecía. Pasadas unas horas, te buscaba e iluminaba la poesía de Baudelaire, “el mejor poeta”, recitándola o te desgranaba las claves de los simbolistas o te daba una lección de economía. Lo construía con una cordialidad exquisita como si nunca hubiese roto un plato. Quebró varios en su vida. Otra cualidad maravillosa de Luis, sabía convidarte a lo que más le placía. En ocasiones un guiso en un restaurante querido, una excursión al país de los Cátaros o una botella de vino de Borgoña que guardaba en su bodega como un tesoro durante años y lo compartía con los amigos aunque él solo diera un sorbo. Algunas situaciones las rociaba con una risita perversa que trasformaba en enigma. Creía en la magia de los curanderos antiguos que conocían el secreto de las pócimas. Y no le seducían las medicinas, los hospitales ni los médicos. Le gustaba Wagner: durante años escuchamos juntos las retrasmisiones del festival de Bayreuth en mi casita de Menorca o allá donde nos pillara, incluso en aeropuertos mediante un pequeño transistor. Le gustaba Tolstói y los grandes novelones. Le posibilitaban enumerar los desastres de las guerras en un tono que daba miedo. “Para mi, la escritura tiene que ver con una forma de vida, ha de beber de la realidad y de la naturaleza”, y se ponía a hablar de la Alejandría que descubría El Cuarteto, de Lawrence Durrell, del amor, de la perversidad y de los mundos aniquilados por las guerras.
En una ocasión, cuando Ajoblanco yo no existía, fui a su casa de Cinc Claus donde se había retirado a escribir, a leer en silencio y a debatir durante horas con Josep Pla, Salvador Dalí y Esteve Albert. Dos ampurdaneses y un trotamundos del Pirineo. Yo le iba a hacer una entrevista para un gran medio, pasamos un par de días recordando los dos ácidos que habíamos compartido con otros colegas. Para él un buen viaje era la comprobación práctica de la teoría de la relatividad. A continuación te citaba a Shakespeare: “Hay muchas cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que has soñado y de las que puede soñar tu filosofía”. La tercera noche me encerré en su biblioteca y sin darme cuenta, en aquel ambiente de iglesia románica, empecé a escribir la novela que llevaba años intentando. Me quedé nueve meses y la acabé.
En bastantes ocasiones recordábamos los productivos exilios del equipo en la isla de Menorca, cuando tuvimos que huir de la policía y las playas estaban aun sin gente mientras los paisajes y las taulas permanecían asilvestradas sin cercos para turistas. El magnetismo ancestral le inspiraba. También compartimos un tema recurrente, las paradojas de las falsas democracias y de la única posibilidad que nos quedaba: cambiar el sistema desde dentro mediante una gran revolución cultural.
Creo que en su casa de Cinc Claus vivió los años más robustos de su vida. Luis era hospitalario y un buen maestro en el arte de la convivencia. Los fines de semana recibía a sus amigos del colegio, que ha conservado hasta la fecha. Con ellos debatía durante horas sobre libros y política. Paseaba por los acantilados y descubría rincones inauditos que te mostraba con la ingenuidad del niño que llevaba dentro. En algunas ocasiones, en la casa del Empordà y mas tarde en la del Pirineo, podías encontrarte a Theodore Roszak, George Steiner o Joan Ponç o a un ganadero de la zona. Siempre hablando de temas nuevos, imprevisible, y dando ejemplo de su gran curiosidad intelectual que abarcaba todos los campos del conocimiento.
La transformación urbanística de Barcelona en la pre Olimpiada la llevó mal. Quería participar, era urbanista, era amigo de Richard Meier y Luis había escrito un libro fundamental sobre urbanismo: Sistemas de ciudades y ordenación del territorio. Estaba en contra de las plazas duras. Siempre defendió los espacios verdes y los grandes parques que te permiten recuperar la paz del espíritu cuando vives en la gran urbe. Maragall no le encargó nada, pero se sintió reconocido cuando aplicaron una idea que el trajo de Berkeley: el Urban Desing. “Diseñar la ciudad como una obra de arte por medio de plazas de dimensión humana y de esponjar la densidad, quitando casas en mal estado y abriendo pequeños espacios liberados para uso público”. Al poco de conocer a una de sus siete mujeres, se traslado con ella un año a Oxford, donde usó una de las mejores bibliotecas del mundo, estudió Las mascaras de Dios, del antropólogo Joseph Campbell y trató a varios premios Nobel.
La España del postfranquismo y de la corrupción le daba nauseas, la España que el quería era la de Madariaga, Ortega, Marañón, Américo Castro, Pla. En algún momento de su vida creyó vislumbrarla, luego se desvaneció por completo el sueño y se hizo catalanista. Incluso llego a militar en Esquerra Republicana durante un tiempo. Vivió unos años en Paris, como director del Colegio de España, y en Madrid como director de la Biblioteca Nacional.
Su amor al Barça, el retorno a Barcelona, sus viajes a Brasil, Singapur, Italia, Grecia y Cuba, sus amigos más íntimos, su hijo, la escritura y la pasión por las mujeres lo mantuvieron en tensión vital satisfactoria durante estos últimos años en los que renunció al anhelo platónico.
Para contrarrestar este enorme disgusto, aconsejo leer su último libro: Manual de la buena vida. Como amigo y como colega siempre ira conmigo allá donde yo esté.