Reinventar Barcelona
Barcelona ha sido una ciudad libre y cosmopolita, abierta a la pluralidad, que ha cautivado a propios y extraños por su creatividad, por su permisividad y por su viveza social. La ciudad se convirtió en un modelo de transformación urbanística y en un laboratorio de futuros. Sin embargo, la decadencia de sus élites, la desigualdad creciente, una insoportable precariedad laboral y el desánimo ante la incomunicación entre los distintos sectores, cada vez más encerrados en sí mismos, están condenando a su población al ostracismo. Hay que estructurar lo dañado, dar respuestas novedosas a los retos del siglo XXI, cambiar los hábitos institucionales, desarrollar talento generativo y despertar renovados entusiasmos desde el espacio real, concreto y productivo. La redes sociales son comunicación, pero no crean realidad y tampoco solucionan la fragmentación creciente. Y como colofón, es un error seguir apostando por un tipo de marca-ciudad cuyo modelo ha entrado en crisis por los errores cometidos por las administraciones públicas y los entes privados tras el éxito posolímpico.
La invasión turística de los últimos años ha ayudado a mantener la ficción de éxito y las arcas en positivo, pero la especulación inmobiliaria, la masificación y el abusivo aumento del precio de la vivienda han empujado al exilio o a la marginación a la población más vulnerable, además de degradar la vida urbana, potenciando las franquicias y destruyendo las sedes del pequeño comercio tradicional. Por no hablar del trabajo basura de esa multitud de camareros temporales, la nueva versión de los jóvenes temporeros que cada año hacían la vendimia en Francia, que mantiene a la juventud actual en una precariedad intolerable. Sin una crítica sincera al modelo en crisis no habrá nuevo renacer. ¿Y si se acaba el turismo, qué harán esos trabajadores precarios y quién pagará los ibis municipales?, se preguntan los economistas menos respetuosos con el statu quo. ¿Existe alternativa productiva cuando muchas de las empresas que crean riqueza huyen por el implante del Procés, entre otras causas?
En otras décadas, sin dinero público ni subvenciones, una Barcelona cosmopolita, culta y gamberra, donde generaciones, culturas y clases sociales intercambiaban vida y conocimientos de forma abierta y generosa, posibilitó la construcción de milagros. Revistas, editoriales, talleres de arquitectura, escuelas de filosofía, diseños exportables, festivales de música, remodelaciones urbanísticas, nuevas industrias… Uno de aquellos milagros solidarios es el espacio desde la que, durante cuarenta y cinco años, el que esto escribe ha experimentado la evolución de la cotidianidad barcelonesa. Una plataforma plural, libre de injerencias gubernamentales, que consiguió mantener el espíritu crítico por encima de las presiones del mercado y del marketing gracias a varias generaciones de jóvenes humanistas formados en la ciudad. Equipos humanos preparados desarrollaron talento, ideas, debates, crónica y una cultura crítica que exportó ideas y ha dejado huella en la ciudad, en Catalunya, en el resto del Estado, en Latinoamérica y en el mundo. Sin embargo, las nuevas generaciones, jóvenes crecidos en la sobreprotección paterna y materna y en la abundancia, no encuentran un trabajo digno y estable. Y tampoco la educación les ha despertado el riesgo por crear y gestionar nuevas iniciativas rentables de forma independiente, que traspasen fronteras y devuelvan riqueza a la ciudad. En definitiva, falla el tejido productivo y triunfa la especulación, la corrupción, un marketing sin sentido o la frustración. Padecemos un síndrome agudo de incomunicación que va encapsulando a los ciudadanos en pequeños rizomas, en abierta guerra competitiva en favor de su propia supervivencia, complementada por la indiferencia de los unos frente a lo que hacen los otros. El ensimismamiento está a la orden del día.
No es la primera vez que ocurre.
Cuando la década de los setenta llegaba a su fin, la ciudad perdió la brújula y vivió una depresión parecida a la que hoy nos atenaza. Las causas fueron múltiples. Recordarlas puede estimular las conciencias en favor del animuscolectivo por subvertir el presente. En primer lugar, la crisis económica de entonces se llevó por delante el tejido industrial que había posibilitado el modernismo, el liberalismo, el noucentismo y una sociedad civil consciente de su poder económico y cultural frente al poder político-militar centralista. Otras causas de aquel abatimiento: la derrota de la democracia radical de la izquierda contestataria; la masificación de la heroína en los barrios obreros; la oleada de atracos callejeros; el pasotismo y un nuevo hedonismo importado desde el mundo anglosajón, que impuso el placer del instante sobre la pasión por el esfuerzo sostenido. Y la guerra sorda entre las nuevas administraciones, tras la victoria socialista en los primeras elecciones municipales, y la victoria del nacionalismo conservador victimista en la Generalitat recién reinstaurada.
Los líderes socialdemócratas tuvieron que pactar con parte de la vieja oligarquía, aún propietaria de amplios terrenos de las fábricas paradas, al pretender planificar el territorio y conseguir remodelar la ciudad tras peinarla urbanísticamente. Pero las arcas estaban vacías. Tras años de duro desaliento, las diferentes élites de la ciudad, incluidas las obreras, se unieron al Estado para conseguir la nominación olímpica. El alcalde Maragall fue el duende unificador de amplísimos consensos en favor de desarrollar los proyectos con una agilidad y eficacia desconocida desde la industrialización. La ciudad se abrió al mar, dotó a los barrios de infraestructuras sociales y mejoró la interconectividad urbana y la de su área de influencia. Y todo ello avalado por el éxito de usuarios y de miles de voluntarios. Hubo críticas a las plazas duras y a la falta de espacios verdes, al exceso de infraestructuras faraónicas de contenido dudoso, pero se incluyó la ciudad en el mapa de las ciudades apetecibles.
En aquel despertar sorprendente, hubo un exceso de mandarinato protagonizado por el dirigismo caprichoso de los gobernantes. La autocomplacencia amplificó los fallos de planificación que hoy acogen parte de nuestros males. Los principales son el peso excesivo del sector publico, la domesticación de la sociedad civil por parte del partido en el poder y el tipo de aprendizaje de la gestión publica en las diferentes universidades. La burocracia elegida por concurso apañado busca la fidelidad por encima de la eficacia. Y se comporta con una lentitud asfixiante en la resolución de los expedientes. La falta de imaginación, el temor y la dureza normativa encarecen la ejecución de los proyectos novedosos de la sociedad civil. Las nuevas infraestructuras culturales siguen gestionadas por burócratas que deben cumplir unas normativas anquilosadas, alargando los procesos y limitando el riesgo y la creatividad.
El sistema educativo debería conectarse mejor con los estudiosos independientes, con los creadores vocacionales, con los archivos y con las nuevas infraestructuras dinámicas, culturales y económicas. Hay que recuperar los oficios. Durante años se han potenciado las carreras universitarias y se ha desprestigiado la formación profesional. No hay que olvidar que Ikea, por ejemplo, es fruto de siglos de buenos carpinteros moldeando la madera y de talento joven en la aplicación de diseño. También propongo una escuela de gestión pública democrática y eficaz, cuyos titulados defiendan al ciudadano por encima de una determinada opción política. Nunca el dinero público de la cultura ha de servir para pagar favores o ha de estar secuestrado por la industria cultural caduca afín al neoliberalismo.
¡Que importante es compartir la idea, el proyecto, también con gente opuesta, sin miedo ni rubor, hasta alcanzar acuerdos que perduren! No se puede seguir invirtiendo en infraestructuras culturales sin equipos democráticos que escuchen a todas las partes implicadas. La cultura requiere filosofía, valores y equipos humanos imaginativos en estrecha relación con el sistema educativo y con la realidad de la calle.
¿Por qué da tanto temor ofrecer oportunidades a los artistas, a los creadores, a los disidentes?
Apuesto por laboratorios abiertos en busca de ideas para acabar con el victimismo. Por artistas que nunca tengan que soportar a funcionarios perezosos. Por una vivienda social a bajo precio en zonas centrales para los jóvenes con trabajo precario. Por una ciudad en la que los celos entre listillos se trasformen en anécdota.
Construyamos encuentros y diálogos plurales en los que corra la imaginación y la cortesía. La ciudad necesita laboratorios de futuro plurales que nos saquen del marasmo.